Por Eduardo Gudynas (CLAES) – Si se quisiera resumir la situación ambiental sudamericana apelando al clásico código de colores, estaríamos en una “alerta amarilla”.
Las razones para esta condición son múltiples. En el continente hay muchos problemas que si bien no son realmente nuevos en su esencia, no sólo persisten desde hace mucho tiempo, sino que no se les encuentran soluciones definitivas. Estos van desde la deforestación tropical a los basurales en las ciudades, desde los derrames tóxicos a los contaminantes en los alimentos.
Muchos consideran que ese tipo de impactos ambientales están siendo manejados de una u otra manera, y por lo tanto es injustificado afirmar que todo el continente sudamericano enfrenta una alerta ambiental. Tampoco faltarán quienes agregarán que esta problemática ambiental es el resultado de la bonanza económica que se vive en varios países, una necesidad imperiosa para salir de la pobreza. Dirán que son los “dolores del crecimiento” que la macroeconomía nos llama a aceptar.
Pero más allá de explicaciones, justificaciones o disculpas, lo cierto es que se repite el deterioro ambiental sudamericano. En esas circunstancias me parece oportuno destacar cuatro tendencias emergentes por su relevancia para entender la actual situación ambiental continental.
Uno: Aumenta la brecha entre conservación y deterioro ambiental
A pesar de disfrutar del crecimiento económico, de las nuevas tecnologías, de un aluvión de información científica, y de muchas cosas más, a pesar de todo eso, los impactos ambientales persisten. No se logran soluciones definitivas, sino que el deterioro ambiental sigue reproduciéndose.
Por cada victoria en crear un área natural protegida, desaparecen miles de hectáreas bajo la agropecuaria o la deforestación, por cada nueva planta de tratamiento de efluentes hay decenas de cañerías clandestinas, y así sucesivamente. Estos y otros ejemplos se repiten en todo el continente. Muestran que las medidas ambientales existen, nadie puede negarlas, pero también es cierto que son totalmente insuficientes. Por lo tanto, el resultado neto que se acumula cada año es el de una mayor pérdida de áreas naturales, especies que se extinguen, suelos que se empobrecen, aguas que pierden su calidad, y ciudades cada vez mas inhóspitas (1).
Queda en evidencia que la brecha que separa la protección, remediación y restauración ambiental, de los impactos y la pérdida de biodiversidad, sigue aumentando. Esto hace que el resultado neto sea un deterioro ambiental. En unos años esa brecha es más amplia, en otros más estrecha, pero de todos modos siempre en aumento.
Algunas situaciones son alarmantes. En América del Sur se siguen perdiendo áreas naturales, y en un futuro próximo en varias ecoregiones, como la Caatinga, el Cerrado o los Páramos, más de la mitad de su superficie estará artificializada (2).
Dos: Impactos y conflictos ambientales a escala continental
Como muchos problemas ambientales recientes se expresan en escalas más amplias, abarcando enormes superficies, es necesario aplicar una mirada continental. Las perspectivas convencionales se enfocaban sobre todo en localidades, una región o a veces en un país, y por lo tanto consideraban los problemas en forma aislada. Esto podía ser entendido para situaciones donde ocurren impactos muy localizados, de menor intensidad o un ritmo más lento de expansión territorial.
La situación actual es muy diferente. Encontramos problemas ambientales que se repiten a escala continental, con acciones simultáneas en varios países, cubriendo enormes superficies territoriales y a un ritmo acelerado. Los casos ya no están aislados unos de otros, sino que situaciones similares se viven en toda América del Sur.
Muchos de los ejemplos más dramáticos se encuentran en los diferentes tipos de extractivismo (3). Se están lanzando emprendimientos mineros a gran escala en casi todos los países sudamericanos, incluso en aquellos países que no tenían tradición en grandes explotaciones a cielo abierto. En el caso del extractivismo agrícola, siguen avanzando los monocultivos de exportación en varios países. Sólo cambia el producto extraído, ya que en unos casos puede ser oro o hierro, y en otros, palma africana o soja, pero la dinámica de avance sobre la Naturaleza es similar.
Estas estrategias de apropiación de recursos naturales requieren insumos en energía, redes de transporte, y manejos territoriales, los que a su vez tienen agudos impactos ambientales y también se despliegan a escala continental. Por ejemplo, las necesidades de energía explican los planes para más de 150 represas de más de 2MW en cuatro países de la Amazonia andina (4). En el caso del transporte, la Iniciativa en Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA), ofrece un complejo programa de construcción de carreteras, puentes, hidrovías y muchas obras más, que atraviesa todo el continente conectando los sitios de extracción de recursos naturales con los principales puertos de exportación (5). Todos esos emprendimientos también encierran sus propios impactos ambientales que cruzan regiones y fronteras.
Una escala todavía más amplia está representada por el cambio climático, donde sin duda estamos sujetos a cambios planetarios, pero también habrá otros continentales (como las vinculaciones en las alternaciones del régimen climático en la Amazonia y la cuenca del Río de la Plata).
No puede extrañar que bajo esas condiciones, los conflictos sociales también se desplieguen en grandes escalas. La resistencia y protesta ciudadana ante ese tipo de desarrollo tampoco está restringida a un país o a un tipo de actividad, sino que la tendencia emergente se ha vuelto continental: en los últimos meses han tenido lugar conflictos sociales por razones de ambiente y desarrollo en todos los países sudamericanos (6). Dejaron de ser hechos aislados o localizados, y se multiplican bajo gobiernos de diferentes opciones ideológicas. Incluso se han observado marchas nacionales, por ejemplo, contra la minería y en defensa del agua en Bolivia, Ecuador y Perú.
Los instrumentos de gestión ambiental para lidiar con estas enormes escalas son muy limitados. En general, en nuestros países no existen prácticas cotidianas de evaluaciones ambientales ni a gran escala (cubriendo todo el país o regiones mayores a su interior) ni sectoriales (considerando, por ejemplo, el sector agrícola o energético). Más raras son las evaluaciones ambientales sobre varios países, sea en regiones de frontera, cuencas compartidas o siguiendo ecoregiones que se extienden entre diferentes naciones. Esta falta es, sin dudas, uno de los factores que explican las dificultades en reconocer los impactos ambientales continentales.
Tres: Complejidades múltiples e incertidumbre
Los actuales problemas ambientales sudamericanos requieren una perspectiva que integre las condiciones de complejidad e incertidumbre. Esta necesidad se explica por diversos factores. Comencemos por recordar que cualquier abordaje ambiental en América del Sur debe lidiar con ecosistemas de muy intrincada estructura y funcionamiento, con altos niveles de biodiversidad, y que sólo son conocidos parcialmente. Dicho de otra manera: muchas de las especies presentes en nuestro ambientes todavía son desconocidas, no está claro cómo interaccionan entre ellas y con el medio físico, y cuáles son a su vez las vinculaciones a diferentes escalas.
Pero la complejidad no está restringida a las disciplinas biológicas, ya que los problemas ambientales están a su vez inmersos en complejas estructuras y dinámicas sociales, donde también la estructura y función se complejiza. Las dimensiones sociales y ambientales ya no son separables, y en los dos casos prevalece la complejidad.
Si enfrentamos condiciones de complejidad de este tipo, la incertidumbre va con ellas. Este es un aspecto extremadamente importante, pero que en más de una vez se intenta minimizar ya que reconocer las incertezas y las lagunas en el conocimiento es algo resistido por las miradas convencionales en la academia y la gestión. En realidad, la incertidumbre es un aspecto inseparable bajo este tipo de complejidades.
En ese contexto, deseo subrayar que en esta tendencia aparece un componente cada vez más relevante. A las complejidades ya conocidas, se suman ahora otras, que se deben a las acciones humanas que buscaban reducir esa misma complejidad. En efecto, las medidas para gestionar el ambiente, los territorios o la producción, donde se intentaba simplificar el entorno, controlarlo, evitando accidentes o catástrofes, terminan promoviendo nuevas complejidades e incertidumbres.
Me refiero, por ejemplo, a obras que buscan controlar el ambiente, tales como canales para encauzar las aguas, seguridad en los criaderos de especies exóticas o manipulación genética de cultivos industriales. Aunque esas medidas tienen la intención de reducir la complejidad, en realidad sólo sirven para aumentarla, e incluso pueden contribuir a nuevos impactos ambientales.
Uno de los ejemplos más recientes de estas complejidades entrelazadas acaba de ocurrir con las inundaciones en Buenos Aires y La Plata. Un evento de lluvias extremo, que algunos vinculan directamente con el avance del cambio climático, llevó a que colapsara todo lo que podría colapsar: desde el optimismo de las ingenierías que defendían entubar arroyos dentro de las ciudades a los instrumentos estatales de prevención.
No es un caso aislado. Son catástrofes de un nuevo tipo, que en su esencia incluyen tanto componentes ecológicos, como económicos, sociales y políticos. Catástrofes donde anteriores soluciones tecnológicas se volvieron en factores de un mayor agravamiento. Catástrofes donde el optimismo instrumental, más allá de sus buenas intenciones, genera mayores complejidades y nuevos riesgos. Catástrofes que no son en realidad ambientales, sino que expresan crisis de un tipo de desarrollo (7).
El remedio comienza por admitir el papel de creciente complejidad, y admitir que debemos lidiar con la incertidumbre y las incertezas. No es una tarea sencilla, ya que desde las miradas convencionales siempre se ha resistido admitir la propia ignorancia. Pero está claro que se hace necesario generar procedimientos de evaluación y gestión ambiental que, en vez de negar la complejidad y la incertidumbre, partan de reconocerlo, y desde allí lidiar con los riesgos (8). Los resultados prácticos de esto tampoco serán sencillos, comenzando por admitir que el “principio precautorio”, siempre citado pero pocas veces aplicado, debe convertirse en una piedra angular en las políticas públicas.
Cuatro: Ambiente y desarrollo en debate y sus alternativas
El reconocimiento que los problemas ambientales están relacionados con las estrategias de desarrollo ya estaba presente en las primeras discusiones de la década de 1960. En aquellos años se abordaban, por ejemplo, las relaciones entre agricultura, pesticidas y desaparición de aves, o el crecimiento económico y el agotamiento de recursos naturales (9).
Es evidente que cualquier discusión sobre los temas ambientales deberá incluir, más tarde o más temprano, las cuestiones sobre el desarrollo. Un ejemplo muy claro de ese devenir ha sido el debate sobre el desarrollo sostenible, donde su diversificación en varias corrientes es tanto una muestra de sus potencialidades, como un ejemplo de las dificultades en acodar alternativas sustantivas.
La nueva tendencia emergente en América del Sur es que esas vinculaciones entre ambiente y desarrollo se están modificando y hay varias novedades sobresalientes. Esto se debe a varias razones.
Primero, en casi todos los países bajo gobiernos progresistas o de la nueva izquierda, se está abandonando aquel sentimiento inicial de expectativa por mejores políticas ambientales. Hoy en día, se repiten los diagnósticos que concuerdan en señalar que la gestión ambiental bajo el progresismo no es mucho mejor, o que, por el contrario, en algunos sitios ha implicado retrocesos (10). Esto quedó particularmente en evidencia con las posturas concretas (y no lo discursos), en la reciente cumbre Rio+20 (11). Distintos actores de la sociedad civil recobran la libertad y autonomía para examinar rigurosamente el desempeño real de sus gobiernos.
Segundo, los países sudamericanos viven el boom de altos precios sobre los commodities, lo que alimenta aumentos constantes en las exportaciones de recursos naturales. Esas razones comerciales y económicas hacen que la presión sobre los ecosistemas se incremente, mientras que los gobiernos resisten medidas de control ambiental en tanto entorpecerían sus exportaciones o el crecimiento económico. Por lo tanto, la situación ambiental depende mucho de los apetitos de los mercados internacionales y el humor de los ministros de economía. Esto obliga a discutir los temas ambientales frente a esas condicionantes económicas.
Tercero, se observa un regreso del debate sobre el desarrollo. La crisis económica financiera en los países industrializados ha promovido una revisión de muchos conceptos, y a su vez, los países sudamericanos vienen ensayando estrategias económicas heterodoxas, que rompen con la supremacía del mercado y defienden un protagonismo estatal. De esta manera es posible avanzar en discutir, por ejemplo, cuál es el papel del mercado en la gestión ambiental, la validez de la monetarización de las funciones ecosistémicas o cuáles son las implicancias de una política pública verde (12).
El cuarto punto es posiblemente uno de los factores más novedosos en este relanzamiento entre ambiente y desarrollo: las ideas y sensibilidades sobre el “Buen Vivir”. En efecto, desde América del Sur han surgido las posturas más novedosas y originales para repensar las relaciones frente al ambiente. El “Buen Vivir”, en varias de sus expresiones, es una alternativa a la propia idea occidental del desarrollo, y defiende transiciones desde otras posturas éticas frente al ambiente (13) .
Tareas urgentes
Este breve repaso de algunas de las tendencias más recientes en el campo ambiental sudamericano muestra que debemos lidiar con enormes desafíos. Nos encontramos inmersos en condiciones donde se mezclan cambios planetarios, impactos ambientales a gran escala territorial o muy intensos, donde las capacidades estatales de protección, remediación o restauración ecológica están rezagadas con respecto al deterioro ambiental, una creciente resistencia social a la depredación sobre la Naturaleza, e ingenierías de control ambiental y compensación social que aumentan todavía más el riesgo y la incertidumbre.
Por todo esto la condición es “amarilla”. No se ha logrado romper las relaciones de causalidad y dependencias que reproducen los impactos ambientales.
La situación puede empeorar hacia una condición “roja”, donde se desbocará el avance sobre las últimas áreas silvestres sudamericanas o la calidad ambiental en ciudades y campos quedará relegada. Pero en las mismas tendencias actuales hay fuerzas que empujan en el sentido contrario, particularmente las distintas formas de movilización ciudadana. Crecientes sectores de la población ya no toleran ciertos impactos ambientales, y las justificaciones economicistas parecen tener cada vez menos recepción. Tampoco olvidemos que los crecientes problemas ambientales, desde el cambio climático al agotamiento de recursos no renovables (como los hidrocarburos), determina que los límites ecológicos impondrán crecientes restricciones al desarrollo convencional.
Para abordar estas nuevas complejidades se hace imprescindible un cambio radical en las perspectivas de abordaje de la problemática ambiental. Esos cambios ya aparecen en los puntos señalados arriba. El aporte de las ciencias ambientales, y en particular de las disciplinas vinculadas a la conservación y la sustentabilidad, siguen siendo claves. Pero también debe quedar en claro que sus contribuciones no pueden quedar congeladas en los artículos, usualmente en inglés, en las revistas académicas, sino que es necesario contextualizarlas a las circunstancias sudamericanas. Sus contenidos y aproximaciones requieren cambios sustanciales, tales como la aceptación de la incertidumbre o la incorporación de la ética ambiental.
De la misma manera, la nueva ecología y conservación para el siglo XXI, en el contexto sudamericano, requiere relaciones mucho más estrechas con los movimientos sociales. No sólo promocionando instrumentos participativos y consultivos, sino también en un diálogo con los saberes locales, y en la construcción de nuevas políticas en ambiente y desarrollo.
La conservación, guste o no guste, ya es parte de las políticas públicas, y esto la ubica en el campo de la política. Allí están, sin dudas, las mejores opciones para incidir de manera que la situación actual deje de ser “amarilla” y podamos avanzar hacia el “verde”.
E. Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).
El presente artículo se presentó en el relanzamiento del blog Ecología y Conservación de CLAES, el 9 de abril de 2013.
El artículo está disponible en PDF en la serie “Contribuciones en Ecología y Conservación” – descargar aquí …