por Eduardo Gudynas – Hay circunstancias en las que parecería que la esperanza se detiene y quedamos atrapados en un inmovilismo donde “todo lo que vive está bajo condena”. Esa fue la dura advertencia que hace más de medio siglo atrás escribieron Max Horkheimer y Theodor Adorno en las últimas líneas de su “Dialéctica del Iluminismo” (1). En el contexto de la segunda guerra mundial y la revelación del holocausto, los dos filósofos alertaron que esa humanidad que abrazó a ciencia y la razón, al contrario de sus aspiraciones, caminaba hacia la barbarie y la destrucción.
Los aspectos centrales de esa interrogante persisten en la actualidad y merecen ser analizados al finalizar el año 2018. Somos testigos de una crisis social y ambiental a toda escala, desde la planetaria pasando a la continental llegando a cada país. La pobreza está de regreso en cada rincón, y se la ve claramente en las grandes ciudades (2). Estamos atravesados por una fractura cultural que hace que aquellos que viven de un lado muchas veces ni puedan comprender el castellano de los que están del otro lado. Comemos alimentos repletos de químicos, bebemos aguas muchas veces contaminadas, y respiramos un aire tóxico.
Estamos inmersos en un mar de impactos, unos pequeños otro sustantivos, pero casi todos persistentes y repetidos. La situación es tan dramática que parecería que los que hoy son los más jóvenes podrían perder años de esperanza de vida debido a la contaminación (3). La riqueza ecológica latinoamericana se desvanece ante nuestros ojos; se calcula una pérdida promedio del 89% en las poblaciones de especies clave en América Latina en las últimas cinco décadas, lo que es el peor registro para todo el planeta (4).
En las comunidades campesinas e indígenas estos deterioros son particularmente dolorosos, ya que ellas están ubicadas en el centro de la articulación entre la sociedad y la naturaleza, y sufren simultáneamente todos esos problemas.
Ninguna de estas cuestiones son desconocidas. Todo ha sido analizado, medido, experimentado, contabilizado, y descrito. Lo sabemos. Está explicado en castellano, inglés y muchos otros idiomas; en miles de artículos, libros y videos. Cada semana se suman nuevos reportes que reconfirmar la gravedad de la situación social y ambiental. Pero toda esa acumulación de información científica y las alertas de las organizaciones ciudadanas que se especializan en esos temas, siguen siendo insuficientes o incapaces para un cambio sustantivo en los senderos de nuestra civilización. Es difícil sostener la esperanza bajo estas circunstancias.
El congelamiento de la esperanza, en el análisis de Horkheimer y Adorno, estaba enmarcado en la estupidez. Recordemos que esa palabra alude, en castellano, a una “torpeza notable” en comprender las cosas, y esto es justamente lo que ocurre. A pesar de tener toda la evidencia a la mano sobre las severísimas consecuencias de lo que está sucediendo, los gobiernos, las empresas y buena parte de la sociedad parecen no comprenderlo, como si no aprehendieran lo que les rodea, y persisten en mantener estilos de vida que reproducen una y otra vez el deterioro.
Este componente de la estupidez ya no puede negarse gracias a los desvaríos que observamos con Donald Trump en Estados Unidos, diciendo entre otras cosas que el cambio climático no existe o que es un invento de los chinos. Esa todavía más evidente en los dichos de Jair Bolsonaro y miembros de su equipo en Brasil. Pero siendo sinceros, ya teníamos otros ejemplos de esas torpezas en prácticamente todos los países, donde siempre es posible encontrar declaraciones infelices de presidentes, ministros, empresarios o académicos que desnudan su ignorancia sobre los problemas ambientales o la crisis social. En ellos se mezcla la estupidez con la ignorancia, pero tampoco es raro que la mentira que busca alguna ventaja sea disfrazada de tontería. De un modo u otro, la estupidez ya no se disimula.
Navegamos en la extraña condición donde son millones los que se entretienen en ver quién es más estúpido, si los Trumps o los Bolsonaros en cada uno de nuestros países. Entretanto la crisis avanza, sin pausa. Denunciamos o festejamos al estúpido pero con ello quedamos inmovilizados y en alguna medida nosotros también jugamos el papel de tonto. Por más que se coloquen los videos de las tonterías en Facebook o se reenvíen a los amigos del WhatsApp, nada de eso asegura solucionar los problemas ni está sirviendo para evitar votar en la próxima elección a otro tonto.
Bajo ese inmovilismo, los problemas sociales y ambientales se siguen acumulando. A diferencia de las evaluaciones económicas, el inicio del próximo año no implica reiniciar desde cero los indicadores o la contabilidad, sino que, por ejemplo, la deforestación de este año se suma a la de los años pasados, los retrasos educativos se agregan entre sí, y de esa manera, cada impacto social o ambiental se asienta sobre los anteriores. Como son tantos y su acumulación tiene ya se aproxima a dos siglos, la actual discusión científica ahora apunta a la posibilidad de un colapso ecológico a escala planetaria en un futuro cercano (5). Se justifican entonces los dichos de Horkheimer y Adorno de que tanta estupidez termina en condenar a todo lo que está vivo.
Es evidente que el vecino de la esquina no tiene que ser un experto en políticas sociales, ni la vecina de la próxima cuadra serlo en conservación de la biodiversidad. Todos ellos de unas y otras maneras esperan, y en muchos casos confían, que exista un liderazgo político para enfrentar estos temas. En ese esquema ideal son los políticos, como legisladores o ministros, quienes deben promover cambios en las políticas y la gestión, articularse con los saberes de académicos y actuar sobre el mundo empresarial. Debemos aceptar que ese entramado no funciona por muy diversos factores, sin dejar de reconocer que hay una debacle de la política en varios países (aunque de distinto tipo, posiblemente los casos más extremos al finalizar 2018 se encuentren sobre todo en Nicaragua y Venezuela).
La torpeza en entender la problemática socioambiental azota no sólo a los políticos profesionales sino también a buena parte del empresariado e incluso la academia. Estamos ante una estupidez sistémica, ya que al estar tan diseminada termina arrastrando a casi todos. Incluso quienes aparecen como inteligentes y sagaces pueden terminar en conflictos políticos que llevan a resoluciones tontas en la gestión gubernamental, como alertaba Rick Lewis, editor de la revista “Filosofía Ahora” (6). Incluso allí donde realmente prevalecen los tontos, serán aprovechados para que sobre ellos se enfoque la atención, mientras que los que no tienen nada de estúpidos controlan la economía y la política escondidos en las penumbras.
La estupidez contribuyó al giro que convirtió a la razón en una antirrazón, para seguir con los razonamientos de Horkheimer y Adorno, y que en sus tiempos describían como una lucha en lo alto por el poder fascista mientras que el resto debía adaptarse a cualquier precio a la injusticia para sobrevivir. Se podrá argumentar que aquel diagnóstico de la pareja de filósofos era adecuado para un mundo inmerso en una guerra mundial, pero no sería del todo aplicable a la actualidad. Pero vale la pena preguntarse si aquello es realmente muy distinto de lo que sucede en este joven siglo XXI.
El inmovilismo de la estupidez sistémica actual también encaja con otro de los significados de la palabra “estúpido”, un poco más antiguo, y que invoca el quedar aturdido, paralizado. 2018 se cierra en un aturdimiento generalizado en múltiples campos y temas; el último de ellos ocurrió con la cumbre gubernamental de cambio climático, donde no se logró ningún acuerdo concreto y efectivo, y en cambio se repitieron todo tipo de tontearías.
Sin duda hay muchas resistencias y conflictos, y ellas tienen una enorme importancia en salvaguardar a comunidades o naturalezas. Son, además, ejemplos de alternativas posibles. Pero a pesar de ellas, este año como en los anteriores, la situación ha empeorado un poco más. Se suman las circunstancias en las que ya no es posible un retorno, como ocurre con el asesinato de jóvenes en barriadas populares, el mercurio acumulado en el cuerpo de los niños amazónicos, o la extinción de una especie en una selva tropical. No existe reparación, compensación o remediación posible para la muerte, y sea la de la naturaleza como la de los humanos, no pueden ser separadas una de otra. Cuando muere la Naturaleza también muere parte de nuestra esencia como humanos. Estamos tan aturdidos o somos tan tontos que no nos damos cuenta de ello. Es tiempo de reaccionar.
Notas
1. Dialéctica del iluminismo, M. Horkheimer y T.W. Adorno, Sudamericana, Buenos Aires, (1944) 1987.
2. La pobreza en número absoluto de latinoamericanos viene creciendo desde un mínimo reciente en 2014, con 168 millones de personas, a 187 millones en 2017; en porcentaje de la población pasó de 28,5 % a 30,7% en el mismo período; Panorama Social de América Latina 2017, CEPAL, Santiago.
3. Air pollution reduces global life expectancy by nearly two years, 20 noviembre 2018, Phys.org, https://phys.org/news/2018-11-air-pollution-global-life-years.html
4. Calculado para 1040 poblaciones de 689 especies (mamíferos, aves, anfibios, reptiles y peces); es el peor indicador en todo el mundo; Living planet report 2018: aiming higher, Zoological Society London y WWF, Gland.
5. Por ejemplo Trajectories of the Earth system in the Anthropocene, W. Steffen y colab., Proceedings National Academy Sciences 115 (33): 8252-8259.
6. The world’s biggest problem is stupidity, R. Lewis, Telegraph, 15 diciembre 2011, https://www.telegraph.co.uk/comment/personal-view/8958079/The-worlds-biggest-problem-is-stupidity.html
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Montevideo. Publicado el 26 de diciembre de 2018 en el portal www.ambiental.net El artículo se puede reproducir siempre que se cite la fuente. Una versión abreviada se publicó en la columna del autor en Montevideo Portal.