La situación del ambiente en América Latina es hoy más delicada que en el pasado reciente —dice Eduardo Gudynas, del equipo de CLAES en una entrevista para la revista en AgroEcología de LEISA, que se acaba de publicar en Perú. En la entrevista se subraya que “muchas posibles vinculaciones entre una agroecología propia de América del Sur entrelazada con los conceptos del Buen Vivir. Esta tarea está apenas en sus primeros pasos pero es de enorme importancia para construir verdaderas alternativas al desarrollo”. Es fundamental potenciar decididamente esa reflexión.
LEISA: Eduardo, justamente hace cinco años le hicimos una entrevista relacionada con las ventajas de la agroecología, las cuales deberían incorporarse en los planes de desarrollo agropecuario en América Latina (en LEISA 26-3). Después de cinco años, ¿cómo ve usted la situación de los recursos naturales, que son los medios de vida y producción de los agricultores familiares campesinos en nuestros países?
Eduardo Gudynas: Entiendo que la situación es hoy más delicada. Persisten muchos problemas, tales como la deforestación y la pérdida de biodiversidad, y las medidas de restauración o remediación ambiental son totalmente insuficientes. Por eso, el saldo neto es un creciente deterioro ecológico.
Pero quiero subrayar algunos problemas. El primer asunto es la desertificación, la que según FAO afecta al 14% de las tierras sudamericanas, y a un 26% en Centroamérica. Por otro lado, las tierras agrícolas crecieron mucho, pero sobre todo para cultivos de exportación, con el caso notable de la soya. Pero como los gobiernos y muchos técnicos convencionales entienden que en América Latina todavía hay mucha tierra potencialmente cultivable, parecería que no se asume la gravedad de la pérdida de suelos fértiles.
También estamos observando crecientes problemas con el agua. En algunas regiones se han alterado los ciclos hidrológicos y hasta las dinámicas de las cuencas, debido a canalizaciones y muchos otros tipos de obras. En otros sitios hay competencia por acceder al agua, donde ahora es, por ejemplo, capturada y contaminada por las mineras.
Hay países que enfrentan una situación preocupante, como Chile, donde la desertificación afecta a más del 60% del territorio y produce palpables caídas en la producción agrícola. Si sigue esa tendencia, Chile se encamina a ser un desierto. Me asombra la poca conciencia que se tiene de ese desastre. En lugar de estar en primer o segundo lugar de la atención política y ciudadana, el asunto es marginado. Esto muestra que todavía padecemos muchas limitaciones políticas.
En varios países, la confluencia entre la destrucción o alteración del ciclo del agua y de cuencas hidrográficas, la pérdida de bosques u otra flora nativa y el avance del cambio climático, genera enormes distorsiones ecológicas. Hay zonas que atraviesan sequías recurrentes y otras padecen inundaciones imprevistas. Estos y otros efectos golpean sobre todo a campesinos e indígenas. A su vez, ellos tienen menos recursos en capital o tecnología para lidiar con esos impactos y, por lo tanto, cuando los golpean, contribuyen todavía más a dejarlos en situación de pobreza o vulnerabilidad. Es por estas perversas vinculaciones entre distintos tipos de deterioros ambientales que considero que los campesinos y agricultores familiares están en condiciones mucho más riesgosas.
Por si fuera poco, para complicar todavía más la situación, los gobiernos han apelado a reducir los controles ambientales. Se suman las medidas para recortar los mecanismos de información y participación ambiental, se quieren aligerar las evaluaciones de impacto ambiental o incluso exonerar a distintas obras de ese requisito, y se persigue a las organizaciones ciudadanas locales. Se alimenta el mito de que los controles ambientales “impiden” el desarrollo, y se imponen flexibilizaciones de todo tipo.
Entonces, el estado del ambiente se deteriora y, a la vez, nuestras herramientas ciudadanas para enfrentar todo eso son cada vez más limitadas, y el Estado, lejos de fortalecerse en proteger el bien común, se achica todavía más.
LEISA: ¿Esta situación se debe a la arremetida de políticas particulares en la región? O dicho de otro modo, ¿cómo influyen las políticas públicas en esta situación?
EG: Debemos entender que enfrentamos un contexto muy particular. Por un lado, en varios países prevalecieron políticas públicas conservadoras, tanto en lo ambiental como en otorgar muchas concesiones a los agronegocios y prácticas agrícolas convencionales, sin apoyar alternativas agroecológicas. Por otro lado, en los países con gobiernos progresistas, como Argentina, Brasil o Bolivia, no se concretaron las promesas de fortalecer otra agropecuaria ni la protección ambiental.
Por ejemplo, en Brasil, sin duda retornó el Estado, pero su apoyo estuvo orientado a promover sobre todo monocultivos de exportación, especialmente la soya. Los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff no revirtieron ni detuvieron los impactos ambientales de ese avance y ese ha sido uno de los factores de la destrucción ecológica en grandes ecorregiones, como el Cerrado.
La situación actual es muy delicada; en tanto, la presidencia de Rousseff le entregó el ministerio de agricultura a Kátia Abreu, una ultraconservadora dirigente de la Confederación de Agricultura y Ganadería del Brasil, conocida como “Miss Deforestación”. Bajo el Plan Agrícola Ganadero 2015-16, el gobierno prometió más de 187 mil millones de reales, orientados a grandes hacendados y la agroindustria. En cambio, el programa de agricultura familiar estatal para esos mismos años, está un poco por debajo de los 29 mil millones de reales. Como puede verse, las diferencias son enormes.
En Bolivia ha ocurrido un proceso similar, donde el gobierno de Evo Morales ahora ha llegado a un nuevo acuerdo con el gran empresariado agropecuario. En la cumbre “Sembrando Bolivia” celebrada meses atrás, el objetivo era elevar el producto agropecuario. Para ello, se acordó la ampliación de la frontera agropecuaria con flexibilizaciones claves. Se aligeraron los permisos para deforestar, se rebajaron las multas por desmontes irregulares (de 1 000 a 100 pesos bolivianos), los controles sobre los usos de la tierra en lugar de ser revisados cada dos años, ahora lo serán cada cinco, y los empresarios apuntan a un avance de la frontera agrícola de un millón de hectáreas por año. A su vez, el gobierno está cada vez más cerca de permitir el ingreso de nuevos transgénicos. Tanto en Brasil como en Bolivia existen algunas promesas y ayudas financieras para la promoción de la agroecología, pero son totalmente menores frente al apoyo a los grandes empresarios.
Las políticas públicas de conservadores y progresistas son distintas, sin dudas. Unos apuestan directamente a liberalizar el comercio exterior y otros intentan contar con un Estado que apoye a un cierto tipo de emprendimiento agroexportador. Pero el problema va más allá de esas diferencias, hay varias convergencias, tales como tolerar altos niveles de impacto ambiental, seguir apostando a una agricultura que provea mercancías de exportación antes que alimentos y aplicar tecnologías intensivas, desde el uso de agrotóxicos a los transgénicos.
Con esto descubrimos uno de los más importantes problemas actuales: las estrategias de desarrollo conservadoras o neoliberales, pero también las progresistas, más allá de sus diversidades, imponen una agropecuaria intensiva, petrolizada, muy dependiente de los mercados internacionales. Tanto conservadores como progresistas por distintos medios se resisten a la reconversión a una producción orgánica o agroecológica. Reconocer esta problemática no ha sido sencillo, y en especial para los movimientos del campo en los países bajo gobiernos progresistas, ya que esto implicaba una cierta desilusión ante promesas y sueños que no se cumplieron.
LEISA: ¿Cuáles son las consecuencias de esta situación para las familias, organizaciones o redes que defienden la agroecología?
EG: La situación de los pequeños agricultores, en especial la de aquellos que practican la agroecología, sigue siendo muy delicada. En todos los países, sea bajo presidencias conservadoras o progresistas, no se aprovecharon las recientes bonanzas económicas. Existieron muchos momentos en que estos Estados tenían mucho dinero y no lo usaron para promover una reconversión agropecuaria más democrática, menos contaminante, más soberana. En cambio, buena parte de los fondos estatales iban a promover más extractivismo minero y petrolero, y lo proporcionalmente menor que se dedicaba a la agricultura terminaba promoviendo monocultivos y agroexportación.
Apenas se apoyaba la producción orgánica. Muchas experiencias agroecológicas han logrado sobrevivir a pesar de todo, e incluso algunas han proliferado. Pero casi siempre ha sido por el empuje de los propios agricultores, por alianzas con grupos de consumidores responsables, o bien porque encontraron algún nicho de mercado exportador. El Estado tampoco apoyó decididamente a recuperar conocimientos tradicionales o a generar nueva información científica o aplicaciones tecnológicas para la agroecología. Por el contrario, la mayor parte del trabajo en ciencia y tecnología ue dedicado a promover todavía más las variedades transgénicas, como ocurrió en los países del Cono Sur.
LEISA: En su intervención en la última mesa redonda en la que usted participó en Lima, (octubre 13, organizada por RedGe), dijo que la megaminería a cielo abierto es “una verdadera amputación ecológica que cubre enormes superficies territoriales y ambientes que no son recuperables”. Por otro lado, está oficialmente reconocido por organismos internacionales y regionales que los agricultores familiares campesinos son quienes abastecen con más del 50% de los alimentos que se consumen en el mundo (FAO, 2014, Año de la Agricultura Familiar) y la importante función que cumplen para la seguridad alimentaria. Esta “amputación ecológica” de grandes superficies del territorio de los países con megaminería, ¿cómo afecta a la producción de alimentos por los agricultores familiares campesinos?
EG: Sin duda estamos ante unas contradicciones impresionantes entre la megaminería y la agricultura campesina. El gran tajo abierto es en realidad una amputación de patrimonio ecológico. No puede denominarse de otra manera a esas enormes canteras, desde donde se extraen millones de toneladas de roca. Esa amputación arrastra impactos locales, como las pérdidas de suelos, fuentes de agua y todo tipo de contaminaciones, generando condiciones donde ya no se puede sostener la agricultura o la ganadería.
Pero deseo llamar la atención en que también ocurre lo que llamo “efectos derrame”, y que a veces son más importantes que los propios impactos locales. Esos derrames ocurren cuando, por ejemplo, se reforman controles para favorecer un proyecto minero específico, pero esa modificación normativa será aprovechada por otros emprendimientos y en otros sitios del país. Entonces, los cambios que se hacen para los extractivismos locales se derraman a todo el territorio y para todo tipo de proyectos de desarrollo.
Tengamos presente que si se rebajan los controles ambientales para permitir la llegada de una minera, se ha debilitado o recortado toda la normativa ambiental y, por lo tanto, se vuelven posibles otras iniciativas de alto impacto social y ambiental en todo el país.
Entre los “efectos derrame” de la megaminería que deseo llamar la atención están la flexibilización de los controles ambientales (como el “paquetazo” en el Perú o las “licencias express” en Colombia), la re-territorialización a gran escala de los países implantando todo tipo de concesiones mineras que desconocen territorios indígenas o campesinos; la apelación o tolerancia de la violencia en la que están inmersos los extractivismos como se denuncia en Brasil, y la creciente subordinación económica a los mercados globales.
Cuando se repasa esta lista vemos que todos estos “derrames” de los extractivismos a su vez afectan las posibilidadesde una agroecología. Esta vinculación ha pasado desapercibida y en realidad extractivismos como la meganinería no solo tienen impactos negativos para la agroecología a nivel local, sino que todos esos derrames generan marcos normativos e institucionalidades que hacen todavía más difícil una reconversión hacia prácticas orgánicas.
LEISA: También conocemos la importancia de la cubierta vegetal para la captación, almacenamiento y producción de agua. Sin embargo, las pasturas altoandinas en sus páramos o punas, la vegetación arbustiva de las pampas en Argentina y el nordeste de Brasil, así como los bosques amazónicos, se depredan y deforestan por la industria extractiva, principalmente para la producción de biocombustibles y de monocultivos para la exportación de commodities. Ante este panorama, ¿cuáles son sus recomendaciones a los agricultores familiares campesinos de América Latina?
EG: Comenzaría por decir que la agroecología, o en sentido más amplio, prácticas orgánicas en agricultura, ganadería, y forestería, no pueden considerarse aisladamente. Está muy en claro, por ejemplo, que las políticas en minería impactan directamente en la vida rural. Entonces, los agricultores familiares son afectados y limitados por las estrategias de desarrollo actual que siguen los gobiernos. Alentar alternativas agroecológicas requiere promover simultáneamente alternativas al desarrollo.
Incluso hay que admitir, y esta es otra cuestión que no siempre es sencilla, que puede haber nichos agroecológicos muy exitosos pero que son parte, y refuerzan, estrategias de desarrollo convencionales. Me refiero, por ejemplo, a emprendimientos que exportan algún producto orgánico, pero lo hacen en dependencia del comercio internacional, aceptando sus reglas e instituciones, y que no abordan otras dimensiones que son propias del espíritu agroecológico como pueden ser otro tipo de relaciones sociales, sino que son sobretodo proveedores de un tipo particular de mercadería.
Esto hace que esas iniciativas sean, al final del día, muy débiles para promover efectivas transformaciones en el desarrollo agropecuario. Con esto quiero decir que la agroecología contiene un espíritu que va mucho más allá de plantar “sin agroquímicos”, sino que desea cambios radicales en nuestro consumo, en nuestras ideas de la calidad de vida, en cómo se maneja la tierra, o en la concepción de la naturaleza.
En ese terreno veo muchas posibles vinculaciones entre una agroecología propia de América del Sur entrelazada con los conceptos del Buen Vivir. Esta tarea está apenas en sus primeros pasos pero es de enorme importancia para construir verdaderas alternativas al desarrollo. Me parece fundamental potenciar decididamente esa reflexión.
Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), investigador asociado en el Departamento de Antropología, Universidad de California, Davis (EEUU), y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de Uruguay. Sus áreas de trabajo son las relaciones entre ambiente y desarrollo, y acompaña distintas organizaciones y movimientos sociales en América del Sur. Sus últimos libros son “Derechos de la Naturaleza” (ediciones en Argentina, Bolivia, Colombia, Perú y Ecuador), y “Extractivismos. Ecología, economía y política de un modo de entender el desarrollo y la Naturaleza” (ediciones en Perú y Bolivia, y próximamente en otros países).
La entrevista fue publicada originalmente por la revista de agrecología LEISA (Perú), vol. 31 nro. 3, 20 noviembre 2015, aquí …